viernes, 9 de enero de 2015

Yo de mayor quiero ser OTT

Para dar la bienvenida a 2015 como $DEITY  manda, voy a meterme en un berenjenal de los buenos.

Leo en prensa la enésima queja de César Alierta, presidente de Telefónica, acerca de la competencia desleal que representan las empresas over the top (OTT). Es decir, las empresas de Internet que emplean la infraestructura de red para ofrecer servicios sin que la operadora de telefonía vea un solo euro. Google, Facebook, Twitter, entre otros.

Esto no es nuevo. En 2010 el Sr. Alierta lanzaba una pregunta similar acerca de los buscadores:

– Las redes las ponemos nosotros —explicaba Alierta—, el billing lo hacemos nosotros, los sistemas los hacemos nosotros, el customer care lo hacemos nosotros, el servicio post-venta lo hacemos nosotros, el servicio de declaración lo hacemos nosotros... Lo hacemos todo. Y ellos tienen algoritmos —en claro tono despectivo—.
– Y los contenidos —puntualizó alguien a su lado–.
– Y los contenidos —confirmó Alierta—… ya si eso... —balbuceó—, va...

Vamos, que las redes son suyas y se las folla cuando quiere.

Estos comentarios no dejaron indiferente a nadie. La mayor parte de la comunidad internauta estaba de acuerdo: vaya gilipollez. Los clientes ya pagan por su cuota de línea. Además, esta reivindicación no tiene sentido. Es como si el fabricante de mi TV reclamase pasta a las cadenas televisivas por emitir los contenidos a través de sus pantallas. O el fabricante de mi caldera a la empresa del gas. O el fabricante del ordenador a los desarrolladores de software. ¿Acaso nos hemos vuelto locos? ¿A qué viene todo esto? Pues muy sencillo. Viene a cuento de que esas compañías OTT se están forrando. Sus negocios dan mucha más pasta de las que da vender ADSLs. Y claro, por muy descabellado e injusto que parezca, las telcos quieren su parte del pastel.

¿Y a que viene esta entrada? Pues simplemente me gustaría puntualizar dos cosas que me parecen especialmente sutiles e indignantes acerca de esta reivindicación.

En primer lugar, es absolutamente falso que las compañías OTT pacen a su gusto en la red sin apenas inversión. Una de las cosas que caracterizan a esos algoritmos y esos contenidos que con tanto desprecio habla el Sr. Alierta es que no se le ocurren a un cualquiera mientras se pega una ducha cada mañana. Hace falta muchísimo talento, muchísima preparación y muchísimas ganas de comerse el mundo para lograrlo. Tanto es así, que el ratio de fracaso en las startups tecnológicas ronda el 90%.  Eso significa que 9 de cada 10 dólares invertidos se van por el retrete. Y eso dista mucho del panorama descrito por el Sr. Alierta de compañías OTT que se forran sin invertir un chavo.

En segundo lugar, una telco, gracias a su cercanía con la red, tiene una posición privilegiada para desarrollar negocios en Internet. Si tan idílica es la situación de las compañías OTT, ¿por qué no aprovechar el posicionamiento para hacerles la competencia? ¡Ah, es cierto! Eso ya se intentó. Telefónica también quiso ser digital. Telefónica también tuvo su Facebook, su WhatsApp, su AWS y hasta su Dropbox. Y ninguno funcionó. No funcionaron, porque no es un juego de niños. Porque es desesperantemente difícil competir en el mercado digital. De modo que está completamente fuera de lugar describir un panorama idílico para las empresas OTT que se quedan todo el dinero mientras las pobres telcos malviven de las ADSLs reguladas. El camino que han recorrido Google, Facebook o Twitter está repleto de cadáveres de empresas. Se han dejado la piel para ser lo que son. Y si Telefónica no es capaz de pasar por eso y triunfar como hacen el resto, entonces lo mejor es que no compita. Y mucho menos en los despachos de Bruselas.



miércoles, 19 de noviembre de 2014

De perros y legisladores

A raíz de la dramática noticia de los tres perros que le han arrancado media cara a un paisano de la localidad madrileña de Torrelaguna, acabo consultando el Real Decreto 287/2002 por el cual se regula la tenencia de animales potencialmente peligrosos. Y no es para menos, ya que un servidor tiene una tierna mascota de raza canina de cincuenta kilos de peso. En varias ocasiones me han llegado informaciones contradictorias al respecto. Unos me decían que si pesa más de 20 Kg es considerado una raza peligrosa —con 50 kilos mi criatura debe ser el doble de peligrosa—, lo que conllevaría expedir los correspondientes permisos y seguros de marras. Otros me decían que no es así. Y fíjese usted, quién me iba a mí a decir, que lo que iba a encontrar en el BOE me iba a dejar boquiabierto. 

Y no, no estoy sorprendido porque la ley me sea desfavorable. Lo que no me imaginaba es que un texto legal pudiera ser tan cómico como este. 

Voy directo al artículo II, que reza lo siguiente:

1. A los efectos previstos en el artículo 2.2 de la Ley 50/1999, tendrán la consideración de perros potencialmente peligrosos:

a) Los que pertenezcan a las razas relacionadas en el anexo I del presente Real Decreto y a sus cruces.

b) Aquellos cuyas características se correspondan con todas o la mayoría de las que figuran en el anexo II.

El punto a) no tiene nada sorprendente: el anexo I enumera una serie de razas potencialmente peligrosas (mi fiera no se encuentra entre ellas). Ya el punto b) levanta ciertas sospechas. ¿Aquellos que se correspondan con todas o la mayoría? ¿Todas o la mayoría? ¿Eso no es algo ambiguo? Esa disyunción es muy confusa. Todas ES la mayoría. Se podría omitir eso de todas, ¿no? O quizás nuestros prohombres —y promujeres— legisladores —y legisladoras— pretendían decirnos algo con esto. Quizás querían decir muchas. O casi todas. O medio lleno. O mayoría simple. O absoluta. Bueno, olvidemos eso por ahora y leamos el anexo II a ver de qué se trata. 

Los perros afectados por la presente disposición tienen todas o la mayoría de las características siguientes:

a) Fuerte musculatura, aspecto poderoso, robusto, configuración atlética, agilidad, vigor y resistencia.

b) Marcado carácter y gran valor.

c) Pelo corto.

d) Perímetro torácico comprendido entre 60 y 80 centímetros, altura a la cruz entre 50 y 70 centímetros y peso superior a 20 kg.

e) Cabeza voluminosa, cuboide, robusta, con cráneo ancho y grande y mejillas musculosas y abombadas. Mandíbulas grandes y fuertes, boca robusta, ancha y profunda.

f) Cuello ancho, musculoso y corto.

g) Pecho macizo, ancho, grande, profundo, costillas arqueadas y lomo musculado y corto.

h) Extremidades anteriores paralelas, rectas y robustas y extremidades posteriores muy musculosas, con patas relativamente largas formando un ángulo moderado.

Y aquí es cuando mi mente de informático se bloquea abruptamente con un volcado de pila. Mi interpretación de la norma es que, si un perro posee al menos 5 de esas 8 características —o así interpreto yo la mayoría—, sería considerado potencialmente peligroso. 

Así que me toca la tarea de ir analizando cada una de estas características si quiero saber si tengo en casa un asesino en potencia.

a) Fuerte musculatura, aspecto poderoso, robusto, atlético, ágil, bla, bla, bla. ¿Cómo se mide la musculatura de un perro? ¿Cómo puedo saber si es robusto? Atlético no parece, no muestra interés alguno por el fútbol. Y poderoso... no tiene pinta de ser uno de esos perros con tarjetas black. Venga, esta la vamos a poner en el montón de los posibles.  

b) Marcado caracter y gran valor. No tengo ni la más pajolera idea de qué es un perro con marcado carácter. Casi todos los debates que tenemos los suelo ganar yo, así que supongo que no debe ser muy marcado. ¿Gran valor? No puedo evitar pensar en Lasie o Rin Tin Tin. Estarían bien jodidos aquí en España. Viendo cómo mi fiera reacciona frente a los fuegos artificiales, creo que esta va al montón del no. 

c) Pelo corto. Yo entiendo que ciertos humanos con la cabeza rapada pueden llegar a ser muy agresivos. Pero no se me ocurre cómo esto puede tener relación alguna con los perros. No obstante, mi mayor duda es... ¿a qué le consideramos pelo corto? ¿Cuánto ha de medir el pelo para que deje de considerarse corto? Viendo las bolas de pelo que pasean por casa como cardos del desierto, creo que esta vamos a poner en el no. 

d) Medidas de tal y cual, más de 20 kilos. Me temo que aquí palmamos. Dos veces. 

e) Cabeza voluminosa, cuboide, robusta... Espera, ¿has dicho cuboide? ¿Hablamos de perros con cabeza de cubo? Mejillas musculosas. Eso sería de tanto reírse, no es el caso. Boca robusta, ancha y profunda. Creo que nunca he visto a un perro —bueno, ni humano— cuya boca no sea profunda. Esto es muy difícil. Lo ponemos con los posibles. 

f) Cuello ancho, robusto y corto. ¿Cómo de ancho? ¿Cómo de corto? Venga, otro posible. 

g) Pecho macizo, bla, bla, costillas arqueadas. Enhorabuena a aquellos que tengáis perros con las costillas en ángulo recto: os habéis librado. Lomo corto. ¿Cuánto es corto? Ufff, venga, otra posible. 

h) Extremidades anteriores paralelas. De nuevo, enhorabuena para los dueños con perros patizambos. Más robustez, cosas musculosas, etc. Me temo que mi musculómetro está estropeado. Patas formando un ángulo moderado. ¿Qué es un ángulo moderado? ¿10º? ¿15º? ¿π/2? Nada, de aquí tampoco sacamos nada. Otro que se va con los posibles. 

Recuento: 1 sí, 2 nos, 5 posibles. Vale, pues todo esto no me ha servido de nada. Sigo sin saber si mi perro es o no es potencialmente peligroso. Y parece que así me tendré que quedar. A no ser que algún día acabe en un tribunal de justicia y un juez interprete la ley mediante este mismo ejercicio sin posibilidad de poner nada en el montón de los posibles. Si algo así me ocurre, espero que el juez mida las cosas en radianes. 

No sé si le pasará a alguien más, pero a mí personalmente me sorprende enormemente que podamos tener leyes tan extremadamente vagas y ambiguas como esta. Que se determine quién se ve afectado por la norma en función de calificativos como poderoso, ágil, musculoso, atlético, valiente, corto, profundo, moderado, etc, nos sitúa en una terrible posición de inseguridad jurídica. No podemos saber si estamos o no violando la ley. Y recordad que eso no nos exime de su cumplimiento. 


miércoles, 3 de septiembre de 2014

Atrápame Si Puedes

Ya nos lo mostraba el maestro Spilberg en Atrápame Si Puedes. Aunque lo hiciera con una pobre interpretación por parte de un pobre actor principal —puedo creerme muchas cosas, pero no una interpretación de DiCaprio—, pudimos saber de las aventuras del joven Frank Abagnale, y de cómo echándole mucho morro y un buen par de cojones consiguió defraudar un montón de pasta haciéndose pasar por piloto comercial, médico o abogado, entre otros. 

Dicen que el truco está en la autoridad. Nadie es capaz de cuestionar la legitimidad de un individuo vestido con uniforme de piloto. Nadie te pararía en el aeropuerto y te pediría tu acreditación a la hora de subirte a un avión. No con uniforme, y no en aquellos tiempos. Por suerte, hemos aprendido mucho. Hoy día es impensable que alguien se haga pasar por otra persona con un truco tan sencillo. Nos daríamos cuenta en seguida. Ya no somos tan crédulos. El mundo de hoy día es mucho más peligroso, y no estamos dispuestos a que nos la cuelen con tanta facilidad. 

¿Verdad?

Entre semana suelo levantarme temprano. Seis y media o siete. Salgo de casa para estar a las ocho y pico en la "oficina". Allí me tiro programando toda la mañana y toda la tarde, con apenas una parada de treinta o cuarenta minutos para comer. Sobre las siete llego a casa, y suelo ponerme a... programar. Después saca al perro, haz cosas en casa para que no te coma la mierda y, cuando te quieres dar cuenta, ya estás en la cama. Y vuelta a empezar. Los fines de semana son diferentes. Normalmente los dedico a otras distracciones, aunque raro es el sábado o domingo que no abra el portátil.

Pese a ello, no me considero una persona excepcionalmente trabajadora. Siempre trato de aprovechar mi tiempo, porque sé que es el recurso más escaso que tengo. Por eso escribo poco en este blog. Por eso escribo poco en Twitter. Por eso dedico poco tiempo a hacer que los demás conozcan lo que hago. Y esto es así por una razón muy sencilla: cada minuto dedicado a venderme a mí mismo, es un minuto menos dedicado a trabajar y a hacer cosas. Es una dicotomía: o haces o dices que haces. Así de sencillo. 

Si el joven Frank Abagnale hubiera vivido su veintena a día de hoy, no hay duda de que las cosas le hubieran ido de otra forma. De otra forma, sí, pero quizás no muy distinta. Es cierto que las autoridades son cada vez más celosas. Y, por mucho uniforme que vistiese, le habría costado lo suyo convencer a un empleado de banca de que le aceptase un falso cheque. Pero eso no significa que nuestra sociedad carezca de individuos dispuestos a ser engañados con técnicas no mucho más sofisticadas. 

Hoy día, Frank podría haber montado un par de startups, y haber invertido el 120% de su tiempo en hablar en Twitter y en la Abagnalista de lo cojonudas que son. O podría haber escrito un libro a los 18 años, contandole a todo el mundo lo cojonudo que es fundar empresas sin haber estudiado o trabajado en su vida. Podría haberse inventado una identidad, una imagen ajena. Una con mucha autoridad, como un uniforme de piloto. Algo que nadie cuestionase. Y podría dedicar la mayor parte de su tiempo a desarrollar esa imagen, a alimentar esa mentira. De esa forma y con escasos méritos tangibles, Frank puede reivindicar el papel de gurú del mundo digital y del emprendurismo. Habría cientos... qué digo cientos, ¡miles! Miles de personas dispuestas a aceptar esa mentira, a dejarse guiar. A desparramar su admiración ante el gran emprendedor de Internet o el último gran genio adolescente. 

Se trata de la misma dicotomía. ¿Te apuntas a un curso de Big Data en Coursera, o estudias un Master en Big Data en Standford? ¿Te apuntan a ti y a otros cientos a una lista de correo de la UE, o eres Consejero de la Vicepresidencia? ¿Ayudas a alguien a vender empanadas por Internet, o eres el Steve Jobs de la gastronomía gallega? O como alguien dijo en este mismo contexto: ¿hablar, y hablar, y hablar, y hablar, y hablar, y hablar... , o hacer? 

Ha pasado mucho tiempo. Pero Frank, a día de hoy, tendría su vida resuelta. Igual que ayer. 

martes, 22 de julio de 2014

El gusto por los errores

Me hablaba el otro día mi amigo y socio @gotoalberto de una frase lapidaria en las redes sociales. Una frase que decía algo así como:

  "Cuando un empleado hace un buen trabajo, le pagas el salario con gusto. Cuando lo hace mal, le despides con más gusto todavía"

Frase troll de libro. Es posible que su autor tan solo buscase eso, la provocación. Una larga lista de respuestas de internautas echando espuma por la boca y algún que otro insulto y/o mención a su progenitora. Aunque también es posible que no, que estuviese hablando en serio. Quizás se trata de un empresaurio —también de libro— diciendo simplemente lo que piensa. Centrémonos en esta segunda hipótesis y hagamos un ejercicio inusual en este tipo de situaciones: analizar por qué el autor de esta polémica frase está por completo equivocado. 

No es cierto. No es cierto que puedas sentir placer o gusto despidiendo a alguien. Y no me refiero al factor emocional, al hecho de que te enfrentes a la incómoda situación de privar a tu futuro ex-empleado de su salario, poniendo en peligro su sustento y el de su familia. La mayor parte de las personas —incluso algunos humanos— sentirían un pequeño nudo en la garganta si se viesen en ese papel, empatizando con el individuo y con su situación. Una tarea desagradable, sin duda, ante la cual solo un psicópata de tres pares de cojones podría sentir placer. Pero como decía, no me refiería a este factor emocional, no. El autor no está equivocado por eso. Esta equivocado porque, despedir a alguien, significa que te has equivocado. Y, no sé ustedes, pero yo no siento placer cuando me equivoco.

Sí, equivocado. Directa o indirectamente, pero equivocado al fin y al cabo. Si tienes a una persona no válida en tu empresa, es porque la has cagado. Esa persona no debería estar ahí, y si lo está es culpa tuya. Quizás engañó a tu departamento de RRHH, o a tí mismo. Pudo mentir en las entrevistas, inflar su currículum, u ocultar su aficción por tocarse las pelotas en horas de trabajo. O quizás no, y símplemente demostró estar alineado con una cultura de empresa que tú mismo has creado y que favorece prácticas y comportamientos que van en contra de tu negocio. Sea de una forma u otra, la has cagado. Esa persona no debería estar ahí, y ya sea por acción o por omisión, tú eres el último responsable. Ese despido es el resultado de tu error. Podrás enmendarlo poniendo al sujeto de patitas en la calle. Pero el daño que haya hecho al negocio, hecho está. Y desde luego eso no es motivo para alegrarse, sentir placer o realizar la tarea con gusto. 

Lo peor de todo esto, es que nuestro amigo empleador es posible que jamás haya pensado en ello. Podemos imaginarle en su despacho, enviando un correo electrónico al departamento de RRHH ordenando el despido, tras lo cual se recostará en su silla y disfrutará del momento. Ajeno a lo que realmente está ocurriendo. A que su empresa, en el mejor de los casos, no va todo lo bien que debería. Ajeno a que haya podido cometer un error. 

viernes, 18 de julio de 2014

No estamos locos

A finales del pasado mes de mayo, abandoné mi empleo en uno de los mejores sitios que hay para trabajar en España, si es que tienes el privilegio de ser desarrollador de software. Desde entonces, me dedico a tiempo completo a trabajar en mi propia startup (bueno, mía y de mis tres socios). Nos pasamos el día encerrados en un despacho de 6x3 metros a las afueras de Madrid, con el aire acondicionado a toda hostia y programando como cabrones. Cobramos menos de la mitad de lo que ganábamos en nuestros anteriores trabajos. Echamos muchas más horas, y sabemos que nuestro futuro dista de estar asegurado. Pero no obstante, ninguno de nosotros se arrepiente de haber tomado esta decisión.

Cuando le cuentas esto a la gente, la reacción suele ser siempre la misma. Vaya huevos le echas, dicen unos. Pero, ¿eso no es muy arriesgado?, te sueltan otros. En general todos te miran como si te hubieras vuelto loco. La mayor parte de las personas que conozco no descartan emprender. No lo descartan, porque para hacerlo hace falta que en algún momento se te haya pasado por la cabeza. Parece que exista un plan vital, un camino de rectitud en el cual las personas tenemos que ganarnos la vida trabajando por cuenta ajena. Hacer lo contrario significa salirse del camino. Y ya se sabe de los que se salen del camino: al final siempre terminan por perderse.

Y sí. Es posible que acabemos perdidos. Al fin y al cabo, la mayor parte de las startups no alcanzan sus objetivos. La mayoría de ellas mueren sin haber obtenido rentabilidad alguna. Y es probable que a nosotros nos suceda lo mismo. Entonces, ¿qué sentido tiene todo esto? ¿Nos hemos vuelto locos realmente?

Cada cual tendrá sus motivos. La gente suele intuir que lo que realmente haces es aferrarte a la remota posibilidad de hacerte de oro. Forrarte de pasta pegando el gran pelotazo. Pero, aunque por supuesto algo así estaría muy bien, esa no es ni de lejos mi principal ambición. En mi caso, yo siempre he creído que hay otra forma de hacer las cosas. Otra forma de profesionalismo, uno más honesto, más íntegro. Que se puede trabajar sin estar pendiente de lo que hace el de al lado, sin estar constantemente buscando a quién despellejar vivo para prosperar y seguir ascendiendo en la escalera del éxito corporativo. Creo que puede existir una empresa donde la gente cree en lo que hace. Donde lo vive. Donde lo disfruta. Donde las personas desarrollan sus sueños. Un lugar donde la gente trabaja para algo más que para pagar la hipoteca y las facturas.

Durante los últimos tres o cuatro años, he estado esperando y contribuyendo a que mi anterior compañía adoptase esta forma de profesionalismo. Y no sólo porque creo que esa es la forma de hacer las cosas, sino también por la convicción de que era la única manera posible de convertir una telco gigante en uno de los principales actores en Internet. En estos años, esta forma de entender las cosas ha hecho que me llevase más hostias de las que querría recordar. Hasta que al final perdí el aliento. Hasta que al final ya no quise continuar.

Tras estos años, tras todo lo que he visto, tengo las cosas más claras que nunca. Desde luego, si ese es el camino que los demás esperan que recorra, no dudaré en salirme del mismo en cuanto tenga la menor oportunidad. Sea lo que sea lo que nos depare el futuro, tengo la suerte de saber dónde no quiero estar. Quiero ser responsable de mis propios aciertos, tanto como lo seré de mis propios errores. No quiero que mi esfuerzo se eche a perder por culpa de personas que carecen de ambición, o que la única que tienen es el poder. Quiero desarrollar mi carrera en un ambiente sano, libre y justo. Y si para eso tengo que echarle huevos, trabajar más, ganar la mitad, y arriesgar mi estabilidad y mis ahorros, lo haré.

domingo, 11 de mayo de 2014

No pierdas ojo al ratón y al teclado

Me comenta un amigo una triste anécdota. Una de esas que dan ganas de escribir otra vez sobre lo mismo. La ineficiencia del mundo empresarial. Sí, otra vez. Sé que siempre estoy dando la murga con lo mismo, pero no os preocupéis. Se avecinan profundos cambios en mi vida profesional que quizás me alejen de este extraño mundo por un tiempo. Y entonces quizás me dé por escribir sobre otras cosas.

Me dice que está completamente indignado. Trabaja en una gran empresa del mundo de la tecnología, desarrollando software y diseñando complejos algorítmicos de inteligencia artificial. El otro día acude al servicio de soporte informático de su empresa a pedir material: un adaptador VGA para su portátil. La respuesta le deja de piedra. "No te podemos dar un adaptador VGA —le dicen— porque ya te dimos uno DVI. Si quieres el adaptador, tendrás que hablar con tu jefe y cargarlo a vuestro proyecto".

Y con esta simpleza de miras, zanjan el problema.

Porque claro, lo que no puede ser, no puede ser. ¿Qué es eso de pedir un segundo adaptador para el portátil? Seguro que ni lo necesita. Seguro que lo quiere para llevárselo a casa y enchufar su ordenador a la TV para ver películas. O peor aún. Igual lo quiere para montarse un chalet de lujo en primera línea de playa. Con casino. Y furcias. No, no, no. Además, no podemos gastar el presupuesto en caprichitos tontos. Te apañas con el adaptador DVI, y si no, no haberlo pedido. Que se empieza con mierdas de estas y al final esto acaba como El Chocho de la Bernarda.

Por supuesto, existe una segunda interpretación. Una que quizás no esté al alcance de todos. Quizás podríamos pensar que el chaval pide un adaptador porque lo necesita para trabajar. Quizás podríamos imaginar que, de negárselo, su productividad podría verse mermada. Imaginemos una reunión en la que el chico tenga que proyectar una presentación. Imaginemos los 15 o 20 minutos tratando de hacer que el adaptador DVI funcione con un proyector que no esté preparado para ello. Y contemos, contemos. 15 o 20 minutos de salario de mi amigo, más otros 15 o 20 minutos por cada asistente. Cientos —sino miles— de euros tirados por el retrete por no querer comprar un puto adaptador que vale 10 euros.

También podríamos pensar que las personas que trabajan en tu empresa son responsables. Que si piden un adaptador, es porque lo necesitan. Confianza, creo que se llama. Confiar en la profesionalidad de tu propia gente. Algo que debería ser un principio fundamental en toda organización que pretenda ser mínimamente eficiente. Si realmente no confías en tus trabajadores ni siquiera para algo tan básico como pedir un adaptador VGA, lo mejor que puedes hacer es echarlos a todos a la puta calle y sacar el trabajo tú solito.

"Pues esto no es nada —me dice mi amigo—. En mi anterior empresa, la cosa era todavía más grave. En una ocasión mi jefe me dijo que no perdiera ojo al ratón y al teclado, porque se cargaban al proyecto y los propios compañeros de otras áreas solían robarlos para ahorrarse la inversión".

Y entonces caes en la cuenta. Te acuerdas de tu propio compañero de mesa, que se encontró un lunes cualquiera con que alguien se había llevado el adaptador VGA que estaba conectado a su monitor. Y recuerdas que ambos pensasteis que el hurtador se lo habría llevado a su casa. Para enchufar su ordenador a la TV para ver películas. Con casino. Y furcias. Y es entonces cuando te da por pensar que, quizás, el adaptador no ha salido de la oficina. Quizás está en manos de alguien que solicitó uno al equipo de soporte y le denegaron la solicitud. Alguien que intenta ser más productivo, a pesar de su propia empresa.



viernes, 25 de abril de 2014

Los hacedores y los reunidores

A menudo lo he comentado con diferentes personas. Es tremendamente sorprendente abrir el grifo y ver cómo fluye el agua potable. O descolgar el teléfono, marcar, y escuchar la voz de otra persona a kilómetros de distancia. Y no, no me refiero al milagro tecnológico que hay detrás. Mi sorpresa no responde a que en pleno siglo XXI podamos disfrutar de este tipo de avances sin duda inimaginables en épocas pasadas. Lo que me sorprende profundamente es, viendo cómo funcionan las grandes empresas, que cualquiera de esas cosas funcione —prácticamente— todo el tiempo.

No soy un gran orador. Y la expresividad no es una de mis cualidades. Creo que el siguiente corto podría comunicar mucho mejor que yo de dónde proviene esta sorpresa. Aunque se trate de una parodia, y como tal lleve las cosas al extremo, es una manifestación muy clara de lo que ocurre en tantas y tantas organizaciones. Si aún no lo has visto, te aseguro que serán siete minutos y treinta y cuatro segundos muy bien empleados (dispone de subtítulos si los necesitas).




Por el momento, obviemos el hecho de que, en la situación escenificada en este corto, cuatro de las cinco personas reunidas no tienen ni puta idea de lo que están hablando. Quizás más dramático que eso —aunque relacionado— es el hecho de que la mayoría de ellos no están aportando prácticamente ningún valor al negocio.

Y esta es una triste realidad que, por complicidad evidente, pocas personas estarían dispuestas a admitir. Que la mayoría de las personas en las grandes empresas, simple y llanamente... sobra. Que en nuestras oficinas hay centenares de personas que no hacen más que marear la perdiz, en lugar de producir trabajo útil.

Tengo un amigo que lo simplifica con mucha elegancia. Tiene su propia versión de la Ley de Putt, aquella que formula:

   "El mundo de la tecnología lo dominan dos tipos de personas: aquellas que comprenden lo que no dirigen y aquellas que dirigen lo que no comprenden."

Sólo que mi amigo utiliza una terminología mucho más clara. Según él, estos dos tipos se clasifican bajo dos términos: los hacedores y los reunidores, respectivamente. Los primeros son los que producen trabajo útil que contribuye al éxito del negocio. Los segundos, los que dedican sus cuarenta horas semanales a reunirse, escribir PPTs, elaborar o solicitar informes que son incapaces de interpretar, participar en procesos de toma de decisiones completamente desinformados, responder correos insustanciales, vigilar lo que hace el de al lado, cultivar el politiqueo, etc, etc. En resumen, invertir energía y recursos en actividades que prácticamente no aportan —o incluso restan— valor al negocio.

Porque no nos engañemos: un reunidor no es un líder. Aunque en ocasiones resulte difícil diferenciarlos. Un líder es aquel que tiene claro el rumbo. Aquel que sabe cuál es el objetivo y cómo alcanzarlo. Aquel que tiene una visión acerca de cómo realizar la estrategia de la empresa. Un líder, sin lugar a dudas, comprende lo que dirige. Comprende que las líneas rojas no pueden trazarse con tinta verde. Como comprende qué es lo que necesita el cliente, incluso cuando este no lo sabe. Un líder toma decisiones en base a la realidad que sí comprende. Si ninguna de estas cosas es atribuible a un sujeto con responsabilidades gestión, no estamos hablando de un líder. Estamos hablando de un reunidor.

Algo también habitual es considerar que un reunidor debe ser un jefe. Ni por asomo. Para ser un reunidor, basta con dirigir recursos sin comprender cómo emplearlos para generar valor. Estos pueden ser personas a su cargo, sí. Pero también pueden ser otras empresas subcontratadas, al servicio de un individuo sin subordinados que no sabe diferenciar una línea de un gatito.

Los reunidores. La representante del cliente, que con mucha elocuencia emplea frases vacías para describir el (des)propósito de un proyecto que ni siquiera entiende. Justine, la Especialista en Diseño oligofrénica encargada de supervisar —desde la absoluta incompetencia— los resultados técnicos del proveedor de servicios. Walter, el jefe de proyecto lameculos que supervisa al Experto, y que sólo está ahí para garantizar que se hagan todas las falsas promesas que el cliente quiere oír. El jefe de este, que a su vez supervisa la supervisión para asegurar que la oferta de su compañía satisface al cliente con compromisos imposibles de cumplir.

De las cinco personas reunidas, cuatro son reunidores. De las cinco personas reunidas, cuatro sobran.

Y no. No sobran porque no sepan hacer bien su trabajo. Sobran porque la naturaleza de sus roles no es necesaria dentro de la organización. Como ya he mencionado varias veces —y vuelvo a recalcar—, lo verdaderamente dramático es que los reunidores generan trabajo sin aportar valor. Si representásemos el negocio como un número real, los reunidores serían números complejos. En ocasiones proyectando algo de valor en la recta real. En ocasiones restándoselo. Siempre proyectando esfuerzo en el plano imaginario. Esfuerzo que la empresa no puede recuperar.

Quizás estés pensando que exagero. Que una situación así no puede darse. Que no puede haber personas que, consciente o inconscientemente, se especialicen en labores que carecen de valor. Que todos aportan, ya sea mucho o poco, su granito de arena en el espacio de los números reales. ¿Y si te dijera que no sólo esto es posible sino que es inevitable?

Imaginemos por un momento a estos reunidores en el inicio de sus carreras profesionales. Su primer empleo tras salir de la universidad. Resulta que en esa primera empresa hay mucho hacedor. Están todo el día hablando de cosas raras, cosas que nuestro reunidor recién salido del cascarón no entiende. Que si líneas rojas por aquí. Que si líneas perpendiculares por allá. Todo muy complicado. De alguna forma, nuestro reunidor empieza a descubrir que por mucho que se esfuerce, nunca será un buen hacedor. Lo suyo no es la geometría, como no lo es ninguna otra disciplina técnica. Pero como todo hijo de vecino, su ambición es prosperar. Consciente o inconscientemente, nuestro reunidor comenzará a orientar su carrera profesional alejándose lo más posible de la técnica. Y, por supuesto, descubre que no es el único. Hay otros como él, que en lugar de preocuparse por la geometría cultivan otro tipo de artes. Comienza a imitar algunas de sus pautas de comportamiento, sabiendo que esa es su única oportunidad de triunfar. Traje, corbata, elocuencia, anglicismos, frases vacías, adulación, servilismo. Y, con el tiempo, descubre que eso sí se le da bien. Además, ¿qué coño? Al fin y al cabo, el cotarro lo dirigen estos últimos. Abultados salarios, generosos bonus, tarjetas de crédito de empresa, plazas de garaje, grandes despachos. ¿Quién no querría eso? Nuestro reunidor lo tiene claro. Se prepara para dedicar el resto de su vida profesional a dirigir lo que no entiende.


Pero volvamos al principio de todo esto, a nuestro grifo de agua y nuestro teléfono. Imagina por un momento una situación similar —por supuesto, menos esperpéntica— en tu compañía de aguas o en tu compañía telefónica. La jefa, el jefe, Justine, Walter, discutiendo acerca de qué técnica van a implantar para purificar el agua que te suministran o para ampliar la red de comunicaciones que llega hasta tu domicilio. Imagínatelo. Acojona, ¿verdad?

Seguro que a partir de ahora, cuando abras el grifo y veas correr el agua clara y limpia, o descuelgues el teléfono y oigas el tono de la línea, no podrás evitar, aunque sea en parte, sentirte sorprendido.