martes, 6 de marzo de 2012

La Ley del Cilindro

En 2008, fui contratado como profesor asociado en la Escuela Superior de Ingeniería Informática de una de las universidades públicas de la Comunidad de Madrid. Hoy he decidido dejarlo y, puesto que estamos en marzo y se acerca la primavera, os voy a contar las razones.

No es por dinero. De hecho, el dinero nunca fue una variable en la ecuación. Por sólo 460€ que, como segundo salario, te cogen en un tramo de IRPF que se caga la perra, a cambio hay que desplazarse a la otra punta de Madrid —casi una hora de ida y otra de vuelta— dos veces por semana e impartir una media de tres horas de clase semanales, mas el tiempo dedicado a prepararlas. Desde luego, económicamente no compensa en absoluto. Quién lo hace tendrá sus motivos, pero dudo seriamente que sea el dinero. El mío, es la satisfacción personal.

¿Satisfacción personal? Sí. Quizás para algunos sea difícil de entender. Quizás para otros no. A quien de verdad le apasiona algo, disfruta compartiéndolo con los demás. Y a quien le apasiona su profesión, disfruta enseñándosela al resto. Creo que, lamentablemente, hay pocas personas que trabajen con pasión —sobre todo en este país, donde apenas encuentras gente que quiera trabajar—, y entiendo que para ellas esto sea más difícil de comprender. Pero aquellos que de verdad se hayan quedado hasta tarde trabajando, sólo porque se lo estaban pasando bien, sabrán a qué me refiero.

Cuando se publicó la plaza de asociado, no dudé en presentarme. Me entusiasmaba la idea de desvelar a otras personas los secretos que esconden esos monstruitos con entrañas de circuitos y mentes de bits. Cómo imaginar que estaba a punto de predicar en el desierto.

Digamos que la universidad no era como yo la recordaba. No hacía tanto que yo había sido alumno —apenas un par de años—, pero lo cierto es que las cosas parecían haber cambiado bastante. Al principio no quise darle importancia. Miradas sin brillo, con unos ojos que parecían estar mirando al infinito. Alumnos que atendían sin prestar atención, copiando en sus apuntes sin preocuparse de comprender lo que estaban escribiendo. Trataba de esforzarme todo lo que podía para alejarme de la figura del profesor lector —aquel que acude al aula, lee sus transparencias, y se marcha—;  hacía las clases tremendamente participativas —tanto que algún alumno llegó a quejarse de "silencios incómodos"—, y buscaba que cada tema fuera una labor de autodescubrimiento asistido. En una ocasión hasta organicé un concurso improvisado en el que quien dedujera el gran misterio del bit de suciedad de las páginas de memoria ganaría un pen drive. Pero nada parecía funcionar. Las mismas miradas vacías, la misma actitud. Los meses pasaban, y el cuatrimestre se acabó. Llegó el momento de elaborar el examen final del cuatrimestre: los mismos ejercicios tipo de todos los años —los cuales pueden resolverse por pura mecánica, sin comprender los fundamentos que ocultan detrás—, a cumplimentar el día del examen con tantos apuntes y bibliografía como el alumno considerara oportuno. Tan sólo hice un nuevo aporte —para tener un examen mínimamente digno—: unas cuantas preguntas de razonamiento que demostrasen que el alumno dominaba los fundamentos de la asignatura. Resultado final: alrededor del 50% de suspensos. Fueron pocos los que respondieron las preguntas de razonamiento. Y fueron aún menos quienes respondieron cosas coherentes. Después llegó el examen de septiembre. Tuve que explicar en mitad del examen uno de los problemas de programación concurrente varias veces —sólo se pedia programar un ADT que implementarse una variable de condición utilizando semáforos—, pero eso no fue lo peor. Lo peor fue ver a los alumnos indignados en los foros online de la asignatura porque el problema era "tan difícil" que necesitaba ser explicado. 

Esto sólo es el ejemplo de una asignatura cualquiera, un cuatrimestre cualquiera, en un último curso de ingeniería cualquiera. Hay muchos más. Como aquella ocasión en que tuve que explicar fundamentos de programación orientada a objetos a la mayoría de alumnos de master —ojo al dato; máster: programa de doctorado—, o la ocasión en que un alumno de tercero me preguntó si su código seguiría compilando si le añadía comentarios. Inolvidable el tener que explicar a un alumno de quinto curso la diferencia entre codificar números en ASCII y en binario. Casi tanto como tener que explicar a alumnos de quinto que la velocidad y la orientación de un cuerpo en un espacio euclideo puede representarse con un único vector. O la cara de gilipollas que se le queda a uno cuando una alumna de primer curso se echa a llorar en mitad del laboratorio porque no entiende lo que le estás explicando. 

Creo que a estas alturas el lector ya se estará haciendo una idea de los motivos que me han llevado a abandonar. Pues bien, aún hay más. Quien más y quien menos estará pensando que cuanto peor estén las cosas, más motivos tenemos para dar lo mejor de nosotros mismos a la hora de cambiarlas. Es muy probable que esa idea es la que hizo que no saliese escopetado tras la primera semana de clase, y que haya aguantado esto durante cuatro cursos. Pero repito, hay más.

El curso pasado, se presentó un alumno a un examen de prácticas con un código que no había escrito él mismo. En otras palabras, alguien le había hecho la práctica. Le detecté en seguida, ya que cuando le faltaba cerrar un fichero con una llamada a close() y le pedí que lo resolviera, empezó a declararse una función con el mismo nombre en lugar de hacer la invocación que le pedía. Ni siquiera sabía diferenciar una llamada a función de una declaración de función. No sabía programar. Estuvo dando vueltas a su —de otro— código durante un buen rato, hasta que al final confesó. Lo estuve hablando con el resto de compañeros profesores de la asignatura. A mi parecer, debíamos suspender el curso entero al alumno, y no sólo ese cuatrimestre. Silencio incómodo. Pude ver el cardo del desierto atravesando el laboratorio. Volví a insistir más tarde por correo electrónico, y no obtuve respuesta. Finalmente se publicaron las notas, y este alumno obtuvo el mismo resultado que otros que, con total honestidad, intentaron sacar el trabajo adelante y no lo consiguieron. 

Es sólo otro ejemplo. Aunque no el más significativo. Lo más destacable es que un alumno que no sabe diferenciar una declaración de función de una invocación a función llegue a último curso. O que un tío que no sabe diferenciar una codificación binaria de una codificación ASCII llegue a quinto de carrera. O que haya alguien en tercero que no sepa cómo funciona su compilador a la hora de procesar comentarios. Esta claro que alguien no ha hecho su trabajo.

Existe complicidad. Sí, complicidad. A muchos profesores les interesa esta situación. En casi todos los casos que conozco de profesores titulares, estos dedican la mayor parte de su atención a la investigación. Y si el número de alumnos mengua, el número de profesores ha de menguar igualmente. Departamentos más pequeños, con menos financiación, con menos investigadores. Nadie quiere eso, ¿verdad? Entonces, ¿por qué suspender a ese 90% de alumnos de primero que no ha aprendido nada? En palabras de nuestro vicerrector de ordenación académica: la universidad antes era un embudo: entraba mucha más gente de la que salía. Nuestro objetivo es convertirla en un cilindro. El mismo vicerrector que pide explicaciones cuando las tasas de suspensos son demasiado altas. 

Debido a estas cosas, he decidido dejarlo. Moralmente, no puedo seguir sintiéndome parte de un proyecto educativo como este. 

2 comentarios:

  1. Las universidades se han convertido en una maraña de departamentos, cada uno con su propio nido de vagos donde los que más curran son los que menos cobran (léase profesores adjuntos y colaboradores) y la mayoría de los catedráticos, que a veces ni siquiera dan clase, se levantan una pasta a fin de mes por no hacer absolutamente nada; apoltronados en la silla de su despacho esperando a que llegue la edad de jubilación. He sido testigo numerosas veces en clase donde un profesor venía solamente a leer sus apuntes, manuscritos por cierto, y se marchaba. Referencias bibliográficas donde la entrada más actual era de 1987 (en el año 2003) y, en general, desidia, desmotivación e incluso algunos mostraban clara animadversión hacia sus alumnos. Pero son un lobby poderoso que no duda en salir a las calles cuando la tijera asoma y rasgarse las vestiduras defendiendo el derecho de todo ciudadano a una educación universitaria de calidad, cuando en el fondo están luchando para evitar el cierre de sus departamentos porque viven muy bien sin hacer nada. El nivel educativo de sus alumnos les importa un pimiento. Solo necesitan alumnos y más alumnos para poder justificar gastos y recibir ingresos acordes. Y las consecuencias de todo esto ya se están notando en el mercado laboral.

    Los profesores motivados sois, por desgracia, una especie en extinción. Yo también dejé el mundo de la educación por motivos similares. El que destaca en ese mundo ve su cabeza cortada por otros profesores, que no quieren que nadie esté por encima de ellos porque eso evidenciaría su inacción en el trabajo.

    Enhorabuena por tu decisión.

    Un saludo,

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  2. Paseante,

    Lo que comentas no creo que sea algo generalizado. Al menos no lo es así en la parte de la universidad que yo conozco, que son las escuelas de ingeniería. Esa universidad tan rancia de la que hablas —por mi experiencia— es la heredera de la universidad franquista, la de los catedráticos que acaparaban todo el control y el poder; la de las estructuras corruptas que derivaban en mala docencia y peor investigación: facultades de derecho, económicas, etc. Las escuelas de ingeniería surgieron después, a partir de personas con una nueva mentalidad y ganas de crear un nuevo modelo de universidad. Lamentablemente, el modelo de gestión pública es un caldo de cultivo muy bueno para corromper cualquier germen por muy sincero y honesto que sea. Y así estamos hoy.

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